domingo, 18 de octubre de 2020

El nuevo opio.







                                                                                                      El pensador. Auguste Rodin.





¿No habéis oído hablar de aquel hombre frenético que en la claridad del mediodía prendió una lámpara, corrió al mercado y gritaba sin cesar: «¡Busco a Dios, busco a Dios!»? Puesto que allí estaban reunidos muchos que precisamente no creían en Dios, provocó una gran carcajada.
                                
                 El hombre frenético.
                La Gaya ciencia: Sección 125. Nietzsche.



De entre los muchos tipos de textos, los hay que son como Los Elementos de Euclides, aquí no cabe más que una única interpretación, por lo que el lector no tiene más que absorber el contenido de la obra. Otros libros en cambio tienden a ser divagos o vacíos de contenido, sucede asiduamente con Nietzsche, cuyos textos eufónicos dejan un campo libre de interpretación que ha permitido que sean leídos abiertamente por los nazis (Hitler entregaría a Mussolini las obras completas) o por los miembros de la escuela de Frankfurt.


Se invierte así el sentido de la escritura, pues el lector en potencia se hace en acto intérprete, de manera que mientras realiza la lectura, el vacío de contenido de la obra le obliga a ir dando una interpretación que vaya cargándola de contenido. A ello se debe el gran éxito de este tipo de obras, pues permite que el lector inconscientemente vaya cargando en ella un contenido que previamente él ya tiene, lo que vuelve la obra magna, pues hace creer al lector que realmente él converge con el autor y es tan sublime como él, haciendo de ello un acto generalmente terapéutico de autocomplacencia[1].



Con las escrituras sagradas del cristianismo la historia ha sido agitada. Antes del cisma de occidente, el Vaticano como cúspide de la jerarquía cristiana había estado señalando la manera correcta en que debían interpretarse las sagradas escrituras, de modo que éstas quedaban apartadas de la libre interpretación y había de seguirse una única interpretación. Paradójicamente esto permitió al cristianismo ir incorporando los avances de las ciencias en la doctrina católica, dado que cada vez que aparecía alguna evidencia contraría a sus dogmas siempre encontraba formas de incorporarla mediante alguna nueva alegoría o norma de interpretación.